Ni una sola vez más

Noche de tormenta. Rayos y truenos. Abro la puerta y ahí está. La persona por la que he tenido que vivir tantas penas, la persona culpable de que mi cuerpo esté lleno de cicatrices. Y no solo mi cuerpo, sino también mi alma. Porque las heridas en el corazón son peores que cualquier golpe. No sé cómo me ha encontrado, después de marcharme de la ciudad.
Todo empezó pocos años atrás. Nos conocimos en el último curso de la universidad, los dos estudiábamos filología hispánica en una de las facultades de la ciudad condal. Yo había cursado todos los años en horario de mañana, él por la tarde. Ese último año de carrera, decidí cambiarme para así poder conciliar trabajo y estudios. Fue así como lo conocí.
Fue un flechazo en toda regla. Nada más entrar en el aula 127 y verlo sentado en primera fila, detrás de esas gafas redondeadas que escondían una mirada penetrante, supe que nuestra historia daría mucho que contar. Y no me equivocaba: dio mucho, muchísimo que contar, pero quizás no como yo me imaginaba.
Hace ya más de tres años de aquel día. Y ahora lo encuentro aquí, delante mío, con un ramo de rosas rojas en la mano, que me tiende con una sonrisa maliciosa. Aun así, lo veo triste: tiene el pelo alborotado por culpa de la lluvia y el viento, y los ojos llorosos. Sé que no debo dejarlo pasar.
Me armo de valor y, sin mediar palabra alguna, tiro de un manotazo el ramo de bellas flores. Veo cómo se enerva rápidamente y alza la mano para devolver el manotazo, pero no a un objeto inerte, sino a mi mejilla, como tantas veces había hecho en el pasado. Esta vez, esta única vez, mi brazo se alza rápidamente y le coge de la muñeca, impidiéndole que me golpee. Un firme y sonoro “No” emerge de mis labios.
Recuerdo la primera vez que me pegó. Llevábamos ya algo más de un año saliendo, y hacía poco que habíamos ido a vivir juntos. Había quedado con unas amigas para ir a tomar algo, pero la cosa se alargó demasiado: llegué pasada la medianoche a casa. Cuando llegué y abrí la puerta principal, oí el murmullo de la televisión. Me acerqué y abrí la puerta de ese cuarto: ahí estaba él, sentado en el sofá, con la mirada fija en la “caja tonta”.
—¿Por qué vienes tan tarde? —me preguntó inquisitoriamente, mientras apagaba la televisión y se dirigía hacia mí.
—Hacía mucho que no veía a mis amigas del instituto y ya sabes, la cosa se ha alargado un poquito… —le contesté con una sonrisa que iba menguando deprisa.
—Sois unas zorras, tú y todas tus amigas. Seguro que me has puesto los cuernos, seguro que te has follado al primero que has visto por la calle…
—N..no… Yo… Yo te quiero… —respondí a media voz.
—¡Pues si me quisieras no serías tan puta! —exclamó. Ahora ya estaba a mi altura, mirándome lleno de ira.
—Y… yo…
Fue entonces cuando me abofeteó. Lo quería tanto… Me volvió a dar otro golpe, esta vez un puñetazo en la nariz que hizo que empezara a sangrar.
—Querida, sabes que lo hago por tu bien… Te quiero mucho y quiero lo mejor para ti…
Entonces lo creía, de veras que lo creía. O por lo menos, quería creerlo. Esa fue la primera vez que me pegó, y no la última. Antes de eso, ya habían sido muchas las veces que se había puesto celoso porque quedaba con mis amigas, porque llevaba una falda demasiado corta, un pantalón demasiado ajustado o una camiseta con demasiado escote. Yo entonces no era consciente, pensaba que lo hacía por mi bien, porque me quería. Por mi bien… Solo lo hacía por él, porque era un maníaco posesivo heredero de una educación machista.
Y ahora está aquí, después de tantas sufridas noches, después de que me diera cuenta de que algo iba mal; después de finalmente, una noche armarme de valor e ir al hospital (me había tirado por las escaleras, y a duras penas podía sentir el brazo izquierdo), después de que aquella enfermera tan simpática, tan comprensiva, me dijera que lo mejor sería que denunciase. Así fue, me llamaron rápidamente a los tribunales y tuvimos un juicio rápido. Le impusieron una orden de alejamiento y lo condenaron a tres años de cárcel, de los cuales no cumplió ni uno.
Después de todo, lo encuentro aquí, diciéndome que me quiere, que fue un estúpido, que quiere volver conmigo. Yo sí que fui estúpida. Yo sí que fui estúpida por soportar su maltrato durante tanto tiempo, por no darme cuenta antes, por no reaccionar rápidamente. Yo sí que fui estúpida, pero no lo pienso ser ni una vez más. Ni una sola vez más.
El portazo resuena por toda la casa.

Irene Vílchez Sánchez

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