Unas botas sucias cualesquiera

Como cada día desde hacía siete meses, mi tío y mi padre traían las botas sucias de trabajar en la obra y me las daban para que las lavara. Por aquel entonces yo tenía diez años y vivía con mis cuatro hermanos menores varones, mis padres y mi tío en una barraca de Montjuïch que este último había construido con sus propias manos semanas antes de mudarnos desde Soportújar, un pueblo de la Alpujarra, hasta la ciudad condal.

Cada día hacía lo mismo: me levantaba a las siete de la mañana y, mientras mi madre preparaba el desayuno para toda la familia, yo me dedicaba a despertar y vestir a mis cuatro hermanos. Después de sentarnos todos a la mesa y tomar el desayuno, padre y tío incluidos, acompañaba has el colegio a los dos hermanos que me seguían en edad; y entonces yo me dirigía al taller, donde cosía hasta las siete de la tarde, teniendo tan solo una pausa de media hora para comer. Tenía diez añitos y acababa de dejar la escuela, pero era consciente de que en casa éramos muchos y necesitábamos a alguien más que trajera dinero. Después de muchos años, me convertí en una famosa modista y me sentí orgullosa al ver que dos de mis hermanos, Rafael y Juan Manuel, pudieron ir a la universidad en parte gracias a mis esfuerzos. Pero eso ya es otra historia…

Así pues, a la siete me iba directamente a casa y ayudaba a mi madre a preparar la cena. Poco después, tío y padre llegaban y me enviaban a lavar sus botas sucias. Puede parecer increíble, pero ese era mi único momento de tranquilidad en todo el día.

[Text inspirat en el quadre de Van Gogh]

Irene Vílchez Sánchez

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